Tuesday 29 May 2012

j lopez gandia


Hace unas semanas volví al Instituto José de Ribera, de Xàtiva, en el que cursé todo el bachillerato, elemental y superior, como entonces se llamaba. No era la primera vez que retomaba esa especie de cordón umbilical que nunca se rompe con aquellos años de la infancia y de la adolescencia. Y siempre está cargado de la misma emoción, al menos para mí, de natural melancólico. Ya hace casi veinte años volví por primera vez después de tantos años con ocasión de los 25 años de la promoción, la del 69. No la del 68, que para nosotros no existió. Sólo de lejos se veían algaradas en la televisión por el mayo francés, imágenes ininteligibles, descontextualizadas por la televisión oficial del régimen, para unos jóvenes ignorantes de cualquier cultura política si no era- si se podía llamar así- la de la “Formación del Espíritu Nacional”, la de “para reclamar a la CENS” y la abrupta y expeditiva critica del ”laisefer” que desde una brutal ignorancia repetía machaconamente un profesor del Instituto afecto al régimen (más tarde descubrí que había otros, allí estaban también, que habían sido silenciados y represaliados por haber pertenecido al bando republicano, Pérez Contel, Angel Lacalle, etc.). No obstante, ya algunos atisbaban lo que podía ser un primer germen de rebeldía y protesta contra el régimen. Mi amigo Enrique Bolinches, adelantado en casi todo a su época, y que iba un paso por delante de nuestra edad de adolescentes, con un humor inglés y una cultura catalana y francesa, se enteraba del cierre de universidades, de que había un joven del “carrer Blanc” que cantaba “Al vent” .
Ya lo sé- podéis pensar-, “Papá cuéntame otra vez…”, y sin embargo….. En aquella ocasión la emotiva vuelta a un lugar de otra época de mi vida no se vio en absoluto empañada por los cambios que se habían producido en el entorno. En primer lugar en el físico. El Instituto, un elegante y austero edifico neoclásico con sus bien trazadas escalinatas, una señorial entrada, dos patios interiores, estaba aislado en medio de un descampado con árboles plataneros en el que se detenían todos los autobuses de la comarca para traer y recoger a los estudiantes de casi todos los pueblos de la Costera y de otras comarcas. Era una experiencia matinal extraordinaria, una peculiar y gozosa multiculturalidad para alguien como yo que venía de un pueblo aislado, muy pequeño y muy lejano. Y también se detenían allí algunos coches llamativos de profesores (recuerdo especialmente el gogomovil de D. Amadeo, profesor de griego que de vez en cuadro repetía la famosa frase “¿eres d´Alzira y plores?” siendo como era de Algemesi). Enfrente, marcando el típico dualismo clasista de estudiantes y trabajadores, se encontraba un centro de formación profesional. Lejos, como en otro mundo, más allá de la estación, los claretianos ( “los padres”). Todo eso había desaparecido: el Instituto sin haberse movido del sitio se encontraba ahora rodeado, casi sitiado, por viviendas, como ocurre en las ciudades con los chalets construidos en las afueras que con el tiempo pasan a ser un bloque más en medio de rascacielos y edificios colindantes. Siempre que vuelves a un espacio de la infancia o de la adolescencia cambia la percepción de su tamaño: es mucho más pequeño de lo que recordabas, como si hubiera encogido, cuando tú eres el que ha crecido. Los patios donde nos obligaban a cantar el “Cara al Sol” seguían allí, los pasillos y corredores, el salón de actos, la bajada a los sótanos donde estaban el bar (del que quedaba sobre todo el recuerdo de las cazallas matinales de Doña Carmen) y las calderas de la calefacción con su peculiar olor, el gimnasio y el inmenso patio de recreo. En el primer reencuentro, la tarea más ardua y difícil es siempre el reconocimiento de los compañeros, esa operación de pegar- como si de cromos se tratara- una cara actual a la última imagen que del mismo conservas, la de la foto de la orla de la promoción. Y también ocurre eso con algunos profesores, los que eran jóvenes entonces. Otra cosa que me impactó de aquel acto fue la normalidad con la que se hablaba valenciano por parte de todos (incluso del que había sido profesor de FEN y jefe de estudios, ahora funcionario de viajes del INSERSO), ya que en nuestra época de estudiante estaba perseguido. Los que veníamos de zona castellana lo aprendimos de oídas…de oírlo fuera de clase. En cambio, en ese acto conmemorativo se reivindicaban nostálgicamente algunas prácticas represivas de aquella época, como el denostado sistema de pérdida de puntos, que podía causar problemas graves económicos a los estudiantes, alegando que tal procedimiento volvía a demostrarse útil ahora bajo la forma del carnet por puntos, luego no debía estar tal mal. Incluso el uso de uniforme. En el turno de intervenciones se hizo con el micrófono uno de los alumnos de aquella época, compañero mío de pupitre durante varios cursos, para hacer una evocación de la promoción, como si se viera obligado a tener un especial protagonismo en ese día, como si pretendiera ilusoriamente que su alto cargo político del momento pudiera darnos de él una imagen más favorable y renovada “per damunt de les diferències politiques…”. Afortunadamente se da un fenómeno curioso que pasa también más tarde con los compañeros de carrera. Por mucho tiempo que haya pasado e independientemente de las trayectorias vitales y profesionales de cada uno se sigue viendo en los compañeros a aquellos adolescentes que fueron, como si la imagen del carácter se hubiera petrificado y lo demás no fueran más que capas añadidas a algo ya definido e invariable. Aunque el rostro incorpore las arrugas y la erosión del paso del tiempo, uno siempre ve aquel personaje que fue. El pillo, el ladronzuelo de bocadillos de las mochilas, el que se masturbaba en clase, el ausente, el que se pelaba las clases para irse a los futbolines, el que se peleaba siempre, el embaucador, el ingenuo, el conflictivo, el mentiroso, el alborotador, el pelota, el que iba dando tumbos de un instituto a otro, el guasón, el buen compañero, el solidario, el solitario, el estudioso, el “mister”…. Es decir, toda la fauna estudiantil y profesoral quedaba ya dibujada para siempre, fijada en una caricatura felliniana de Amarcord. Es lo único que impide que la memoria sea toda ella “inventada”, construida desde hoy, pues ese trazo ya se configuró en su momento, con naturalidad, por la ingenuidad y pureza de una mirada infantil sin prejuicios. La segunda vuelta al Instituto de Xàtiva fue distinta. No se trataba de conmemorar nada sino de dar una charla a los estudiantes de bachillerato, mucho más jóvenes que los que estoy acostumbrado a tratar, lo que planteaba un reto interesante. Y a la vez un reencuentro con amigos y compañeros de la promoción. Otra vez veinte años después. Esta vez la llegada al Instituto no me produjo la misma sensación que la otra, pero lo que impactó en el recorrido para llegar al lugar fue la visión de la nueva plaza de toros. Para los que vivimos los años sesenta en el Instituto esa plaza era un lugar de malos recuerdos, pues con mucho sol y calor y tras el cansancio de las clases teníamos que preparar los ejercicios, las tablas de gimnasia y todos esos absurdos movimientos geométricos típicos de las demostraciones “festivas” y de las celebraciones de los regímenes autoritarios y fascistas, de un signo o de otro, y a golpe de silbato. Evidentemente en la plaza de toros actual ya no podían evocarse esas imágenes, sino que habían quedado sustituidas por otras igualmente emblemáticas de los tiempos actuales que provocan una indignación justificada. Seguía siendo una plaza de toros, pero lo único que se veía era el revestimiento exterior, una inmensa y colosal construcción, de gran coste, escaso uso y dudosa utilidad. Una muestra más del ladrillazo institucional en esta Comunidad….. Una vez llegué al Instituto, por fuera estaba igual, pero por dentro se respiraba otro ambiente, más alegre y juvenil, con algunos estudiantes organizando diversas actividades, con muchos carteles por todas partes, todos escritos en valenciano y repostería típica de la ciudad. Se captaba alegría en el grupo de estudiantes que vi. El salón de actos veía ahora reducida sus dimensiones, para hacerlo más aprovechable y menos solemne. Más allá de las evocaciones y recuerdos, me llamó la atención el afecto con el que me recibieron los organizadores, Emilio Sala y los compañeros de promoción, los Vila, Enrique Bolinches, el director actual, entre otros, y la evocación de aquellos tiempos. No estaba yo al tanto de que hubiera profesores de económicas en los institutos, y además de un nivel tan alto, y unos alumnos tan brillantes e interesados en materias que no por ser tan actuales dejan de ser complicadas y difíciles. Pese a no hacerme demasiadas ilusiones sobre el grado de atención e interés que estas actividades suelen suscitar me llevé una agradable sorpresa: no encontré diferencia entre estos muchachos de bachiller y los estudiantes de la Universidad que asisten a charlas y conferencias. Tampoco yo diseñé la charla sobre la base de que iba dirigida a un público distinto al que habitualmente me dirijo. Entiendo ahora que puedan participar tranquilamente en olimpiadas de economía. La segunda cosa que me llamó la atención, ésta ya de índole más privada y personal, fue la inmensa memoria de mis compañeros y la visión que recordaban de mi, la imagen que me devolvían. Recordaban muchas anécdotas, algunas las comentábamos todos. También surgían las típicas preguntas de puesta al día sobre qué ha sido de fulano y mengano, qué sabes de aquel y del otro, cómo está tal compañero, etc. Enrique Bolinches recordaba perfectamente y de manera asombrosa los nombres y apellidos de todos, su condición- “la monja” dijo de una que en efecto era religiosa- y el lugar exacto que ocupábamos en la clase, en el aula. Y muchas otras anécdotas sobre nuestra querida profesora Dª Carmen y sobre el boicot a un examen de la Cristina.... Cuando ocurre esto tengo siempre la sensación de haber perdido muchas cosas, de que no podemos de verdad recuperar todo el pasado, sino que sólo nos quedan retazos, fragmentos, siempre incompletos, escasos dibujos y pinturas de unos frescos inmensos que siguen ahí, pero ocultos y olvidados. El olvido está lleno de memoria, dice Benedetti. Desearía uno entonces poder tener toda esta época de tu vida grabada como si fuera una película realizada por un director demiurgo, omnisciente, que recogiera y mostrara todos los recuerdos. Pero pienso que por otro lado sería algo agobiante, asfixiante y entonces la función del recuerdo desaparecería y con ella su dimensión emotiva. Habría demasiada información y no toda útil, como ocurre ahora con Internet, y faltaría la perspectiva del que cuenta y recuerda. No tendríamos ese proceso selectivo de la memoria y su función psicológica e incluso terapéutica. Quizás por eso sea tan importante la fotografía, que congela el tiempo- Barthes, Sontag-, que lo detiene en un allí fue esto, especialmente en una época como la actual de destrucción de la memoria por obra de los nuevos medios de comunicación. En el restaurante a donde fuimos a comer – en su época, una casa de comidas en la que estuve alojado unos cuantos años-, los recuerdos se hicieron de nuevo presentes: el local me pareció de nuevo mucho más pequeño de lo que recordaba, las conversaciones, las fotos, la charla amistosa y afectiva, los efectos del vino, los libros, las camisetas, los brindis, la celebración, en suma, del encuentro, fueron la culminación de una jornada emotiva, llena de evocación, de memoria, de recuerdos y sobre todo una afirmación de la verdadera amistad y del compañerismo. Una constatación de cómo el tiempo no erosiona sino, al contrario, pone de manifiesto como los fuertes lazos vivenciales que se tejen en la infancia y en la adolescencia, en esa primera juventud, son más verdaderos y sólidos que la mayoría de los que se hilvanan en otras etapas de la vida, que suelen ser volátiles, efímeros compañeros de viaje, sin anclaje ni peso. Volví a Valencia con la alegre satisfacción de saber que una parte importante de mi vida seguía allí.
Juan López Gandía es catedrático de Derecho del Trabajo de la UPV de Valencia

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